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El blog de Paloma Álvarez Rodríguez

viernes, 13 de noviembre de 2015

REFORMAR LO QUE NO NOS SIRVE

POR PALOMA ÁLVAREZ RODRÍGUEZ


El tan manido “problema catalán”, así como otros asuntos que por la repercusión de éste, han pasado obligadamente a un segundo plano en el debate político (como la reforma de la ley electoral, el papel de la Iglesia Católica en un Estado aconfesional, el compromiso expreso con la igualdad de género o ya, en los puestos más bajos del ranking, la definición del Estado como monarquía parlamentaria o república) pasan sin duda por la necesidad de una reforma, al menos parcial, de la actual Constitución española. Al menos parcial, porque una revisión total sería un proceso complicado que, visto el panorama, se antoja casi imposible. La sola idea de plantear el inicio de un nuevo proceso constituyente en España pone los pelos de punta a muchos, y precisamente a los que tienen, por el momento, la sartén por el mango. Además, podría cometerse el ingente error de meter mano a aquellos puntos de la Carta magna que hasta ahora han funcionado, y estando como estamos, mejor no empeorar.





Sin embargo, una reforma parcial marcaría la senda de las soluciones a la actual crisis política. El informe del Consejo de Estado sobre modificaciones de la Constitución, del año 2006, planteó sin timidez que uno de los ámbitos en los que la actualización constitucional era más apremiante, era el de la organización territorial. Pero como reza el dicho popular “No es posible prevenir misterios del porvenir”. Y es que, aunque en 2006 el tira y afloja independentista no pasaba inadvertido, nadie se atrevió a prever la situación actual, y los “futurólogos listillos” en el campo de la política, ni abundan ni suelen caer en agrado.  Y resulta que ahora, recordar este informe es sinónimo de querer desmoronar la gran patria española.

Pero la apertura de una Constitución y sus consecuentes reformas, son uno de los pilares que sustentan su propia concepción democrática. Las distintas opciones ideológicas que reconoce y recoge el texto supremo, se van produciendo y cambiando con el paso del tiempo, a la vez que surgen nuevas necesidades a nivel jurídico, y otras quedan obsoletas. Es decir, el texto constitucional debe adecuarse al momento y características sociales: ni puede adelantarse a la sociedad ni quedar estancado en un pasado que ya no se corresponde con la realidad. Como muestra, un botón: la actual Constitución portuguesa, que data de 1976, muy influenciada por la Revolución de los Claveles, fue en su nacimiento un texto muy avanzado en aspectos sociales y económicos. Precisamente por esto se habló de que era incluso excesiva para la sociedad portuguesa de la época, y tuvo que ser adaptada en 1982.

Si bien la Constitución española se configuró en 1978 con una relativa rigidez, como consecuencia de un plano sociopolítico europeo convulsionado, y con la intención de apuntalar firmemente una neonata y aún amenazada democracia, no es ni imposible, ni entraña, como argumentan algunos, un peligro para la estabilidad del país.

Ahora bien, la que parece a todas luces la solución más efectiva, es por el momento una vía improbable. El problema para la reforma parcial que ponga fin a la crisis política, especialmente en el plano territorial, es el diagnóstico común. La enfermedad que afecta a España es compartida en cuanto a síntomas, pero muy diferente  respecto a los tratamientos. El Partido Popular, respaldado por un rey  que solemniza que “La Constitución prevalecerá”, ha trazado una posición “implacable”: el texto constitucional no se toca, a menos que sea, claro, para reforzarlos a ellos. La reforma pasa por el consenso mayoritario entre los partidos que conformen el gobierno resultante de las próximas elecciones generales, y parece que, salvo un divino milagro que gire redicalmente las encuestas de intención de voto, el poder seguirá en manos de la derecha, más o menos rancia dependiendo del color.

Así que todo pronostica que la única vía posible seguirá postergándose, y que el problema catalán, una ley electoral que beneficia al bipartidismo, y demás cuestiones en vilo, seguirán siendo piedra angular de la complicada situación política de España, durante al menos unos años más. Y a apenas tres del cuadragésimo aniversario de la Transición, parece que debamos asumir que el país sigue siendo el mismo que recién terminada la dictadura, y que todo cambio es peligroso. Los esbirros de Mariano Rajoy podrían defenderse en esta campaña electoral que nos espera con un refrán que les define mucho mejor que ningún otro: más vale malo conocido que bueno por conocer. Porque España, señores, es un país de tradiciones, por obsoletas que se hayan quedado e improductivas que sean sin lugar a dudas.



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