POR PALOMA ÁLVAREZ RODRÍGUEZ
El tan manido “problema
catalán”, así como otros asuntos que por la repercusión de éste, han pasado
obligadamente a un segundo plano en el debate político (como la reforma de la
ley electoral, el papel de la Iglesia Católica en un Estado aconfesional, el
compromiso expreso con la igualdad de género o ya, en los puestos más bajos del
ranking, la definición del Estado como monarquía parlamentaria o república)
pasan sin duda por la necesidad de una reforma, al menos parcial, de la actual
Constitución española. Al menos parcial, porque una revisión total sería un
proceso complicado que, visto el panorama, se antoja casi imposible. La sola
idea de plantear el inicio de un nuevo proceso constituyente en España pone los
pelos de punta a muchos, y precisamente a los que tienen, por el momento, la
sartén por el mango. Además, podría cometerse el ingente error de meter mano a
aquellos puntos de la Carta magna que hasta ahora han funcionado, y estando como
estamos, mejor no empeorar.
Sin embargo, una
reforma parcial marcaría la senda de las soluciones a la actual crisis
política. El informe del Consejo de Estado sobre modificaciones de la
Constitución, del año 2006, planteó sin timidez que uno de los ámbitos en los
que la actualización constitucional era más apremiante, era el de la
organización territorial. Pero como reza el dicho popular “No es posible
prevenir misterios del porvenir”. Y es que, aunque en 2006 el tira y afloja independentista
no pasaba inadvertido, nadie se atrevió a prever la situación actual, y los “futurólogos
listillos” en el campo de la política, ni abundan ni suelen caer en agrado. Y resulta que ahora, recordar este informe es
sinónimo de querer desmoronar la gran
patria española.
Pero la apertura de una
Constitución y sus consecuentes reformas, son uno de los pilares que sustentan
su propia concepción democrática. Las distintas opciones ideológicas que
reconoce y recoge el texto supremo, se van produciendo y cambiando con el paso
del tiempo, a la vez que surgen nuevas necesidades a nivel jurídico, y otras
quedan obsoletas. Es decir, el texto constitucional debe adecuarse al momento y
características sociales: ni puede adelantarse a la sociedad ni quedar
estancado en un pasado que ya no se corresponde con la realidad. Como muestra,
un botón: la actual Constitución portuguesa, que data de 1976, muy influenciada
por la Revolución de los Claveles, fue en su nacimiento un texto muy avanzado
en aspectos sociales y económicos. Precisamente por esto se habló de que era
incluso excesiva para la sociedad portuguesa de la época, y tuvo que ser
adaptada en 1982.
Si bien la Constitución
española se configuró en 1978 con una relativa rigidez, como consecuencia de un
plano sociopolítico europeo convulsionado, y con la intención de apuntalar
firmemente una neonata y aún amenazada democracia, no es ni imposible, ni
entraña, como argumentan algunos, un peligro para la estabilidad del país.
Ahora bien, la que
parece a todas luces la solución más efectiva, es por el momento una vía improbable.
El problema para la reforma parcial que ponga fin a la crisis política,
especialmente en el plano territorial, es el diagnóstico común. La enfermedad
que afecta a España es compartida en cuanto a síntomas, pero muy diferente respecto a los tratamientos. El Partido
Popular, respaldado por un rey que
solemniza que “La Constitución prevalecerá”, ha trazado una posición “implacable”:
el texto constitucional no se toca, a menos que sea, claro, para reforzarlos a
ellos. La reforma pasa por el consenso mayoritario entre los partidos que
conformen el gobierno resultante de las próximas elecciones generales, y parece
que, salvo un divino milagro que gire redicalmente las encuestas de intención
de voto, el poder seguirá en manos de la derecha, más o menos rancia
dependiendo del color.
Así que todo pronostica
que la única vía posible seguirá postergándose, y que el problema catalán, una
ley electoral que beneficia al bipartidismo, y demás cuestiones en vilo,
seguirán siendo piedra angular de la complicada situación política de España,
durante al menos unos años más. Y a apenas tres del cuadragésimo aniversario de
la Transición, parece que debamos asumir que el país sigue siendo el mismo que recién
terminada la dictadura, y que todo cambio es peligroso. Los esbirros de Mariano
Rajoy podrían defenderse en esta campaña electoral que nos espera con un refrán
que les define mucho mejor que ningún otro: más
vale malo conocido que bueno por conocer. Porque España, señores, es un
país de tradiciones, por obsoletas que se hayan quedado e improductivas que
sean sin lugar a dudas.
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