Casos como la pena de cárcel para
la soldado Chelsea Manning en EE.UU., o la denuncia del Partido Popular al
grupo de hackers Anonymus por filtrar
su contabilidad, han puesto sobre la mesa en los últimos años el viejo debate
sobre el solapamiento entre derecho de información y leyes de secretos oficiales.
O lo que es lo mismo, el derecho de los ciudadanos a conocer la información, y
el derecho del Estado a ocultarla.
En España, la ley que regula este
asunto, del que por cierto no se habla en la Constitución, es la Ley de
Secretos Oficiales de 1968, modificada por la Ley 48/78 de 7 de octubre, que
amplió o cambió varios de sus artículos, y derogó el 13. En el nuevo texto
enmendado, se recoge que los órganos del Estado están obligados a dar
publicidad a su actividad, exceptuando los asuntos clasificados como secretos o
reservados. Esta materia clasificada contempla aquellos asuntos, actos,
documentos, informaciones, datos o incluso objetos, cuyo conocimiento por
personas no autorizadas pueda poner en riesgo la seguridad y defensa del
Estado. Por otro lado, cabe destacar que también según esta ley, los entes con
potestad para decidir qué asuntos son clasificados, son el Consejo de Ministros
y la Junta de Jefes de Estado Mayor, ambos organismos que, pese a ratificación necesaria
de las Cortes, son nombrados a propuesta del Presidente del Gobierno.
Por otro lado, nuestro Código
Penal recoge además dos artículos referidos a los delitos tipificados por revelación
de materia reservada. Éstos son el 584 y el 598. En ambos se tipifica como
delito, con penas de prisión, la publicidad de asuntos que hagan peligrar la
seguridad o la defensa nacionales.
Con todo esto, podemos deducir
que la materia clasificada como secreta o reservada es aquella cuyo
conocimiento masivo puede poner en peligro la seguridad y defensa del país, es
decir, información que ponga el peligro a la ciudadanía, lo que implicaría la
existencia de un enemigo que pueda usarla a su favor.
Ahora bien, el problema y el
debate llegan cuando asistimos a casos como la denuncia del Partido Popular en
julio de 2013 al colectivo Anonymus, por haber colgado en la red los libros de
contabilidad, la contabilidad en A, del partido. Según los populares se trataba
de un presunto delito de revelación de secretos. Secretos que, sin embargo, no
afectaban para nada a la seguridad y defensa del Estado, y mucho menos, al
interés nacional. Al contrario, conocer esos datos es derecho de la ciudadanía
de hecho, y se consagra como uno de los principales derechos humanos la
libertad de informar y de ser informado. Por lo tanto, nos encontramos ante una
contradicción: si Anonymus filtró datos que no afectan a la seguridad ni
defensa nacionales, y además, hizo uso de su derecho a informar, ¿dónde está el
delito?, ¿por qué puede denunciársele?
Casualmente, apenas unos meses después,
en diciembre de ese mismo año, se promulgó la conocida Ley de Transparencia (Ley 19/2013 de 9 de diciembre), cuyo ámbito subjetivo de aplicación afecta, entre otros órganos, a la
Administración General del Estado y de las Comunidades Autónomas, y a los
partidos políticos, sindicatos y empresas. Bajo la obligación que implica esta
ley, el Partido Popular tuvo que poner en conocimiento público sus cuentas, al
menos las legales: Anonymus no hizo más que adelantársele. Sin embargo, cabe
decir que muchos periodistas y profesionales de la información protestaron con
referencia a las actuaciones de los populares, porque en el Portal de
Transparencia del Partido de Mariano Rajoy, recogido por la ley, en el que
deben publicarse esos datos, se pide una clave de acceso y se pone una serie de
trabas a la consulta ciudadana.
Por esto podría interpretarse que
la reciente Ley de Trasparencia ha venido a cubrir un vacío o treta legal y a
completar la Ley de Secretos Oficiales, para que el gobierno no pueda catalogar
como materia secreta o reservada datos que le afecten exclusivamente a él o a
sus miembros, en materia jurídica (art.7) o información económica,
presupuestaria o estadística (art.8). Según consagra la ley, el control de que
se cumpla lo que en ella se recoge recae sobre la denominada Comisión de
Trasparencia y Buen Gobierno, cuyos siete miembros son respectivamente
propuestos por el Congreso, el Senado, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del
Pueblo, la Agencia Española de Protección de Datos, el Ministerio de Hacienda y
la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal.
Pese a esto, aún queda mucho que
debatir y que avanzar en términos de derecho y libertad de información, dado
que, por un lado, hay materias que esta Ley de Trasparencia no regula y que
pueden ser sensibles y necesarias para la opinión pública. Por otro, quien sigue
decidiendo qué materias son privadas al conocimiento ciudadano, exceptuando las
que ahora recoge la ley anterior, siguen siendo órganos vinculados al poder
gubernamental, y más concretamente, al presidente.
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